jueves, 21 de octubre de 2010

LA MUJER DEL QUINTO MUNDO

La Mujer del Quinto Mundo (extracto)

por Mabel Flores (*)

El hombre moderno, en su ilusión intelectual y separatista, ha categorizado el mundo y hasta lo ha numerado. Ha dividido la tierra en mundos, así se habla del primer mundo, el segundo mundo, el tercer mundo. Al mundo indígena se le suele llamar el cuarto mundo. Entonces ahora los indígenas de todos los colores de piel queremos recordar la aparición de un quinto mundo, como síntesis de todos los anteriores pero, sobre todo, como síntesis de las cuatro razas anteriores que ya están dando a luz al hombre y a la mujer del quinto mundo.

Cuando hablamos de la "mujer del quinto mundo" nos referimos a esta mujer que nace como síntesis de las cuatro razas, de los cuatro mundos. Esta mujer que trae como misión a la Tierra, el despertar, la espiritualidad, el recordar la belleza, el revalorizar la intuición, la creatividad y los valores de la transformación. Debe ayudar a su compañero a despertar, ya que el hombre necesita esta fuerza que la mujer le brinda.

La mujer del quinto mundo es protagonista anónima o no de este nuevo planeta que está naciendo, de este nuevo ser que está naciendo dentro de todos nosotros, y de la felicidad, que debe estar en cada una de nuestras células para favorecer la evolución.

No hemos venido al planeta para resolver qué profesión vamos a tener, o cómo ganamos más dinero. Esos son elementos necesarios, pero no suficientes para comprender el objeto de nuestra existencia. Como seres concretos que somos, precisamos de la materia alimentada, vestida, protegida, en un lugar digno y sano donde habitar.

Pero satisfechas esas necesidades, es imprescindible comprender nuestra esencia divina. Y esto se da a todo nivel: quien comprende la trama sagrada será mejor gobernante, será mejor economista, será mejor agricultor, mejor padre y mejor madre. Irá desarrollando el potencial y siendo aquello para lo cual hemos venido, es decir, verdaderos seres humanos.

EL CICLO DE LOS ANDES.

Los Himalayas, con su energía masculina, rigieron el ciclo anterior. Mientras los Himalayas entran en un ciclo de sueño, van entregando el conocimiento a los Andes, cuya energía femenina regirá el nuevo ciclo. Todo lo que rigió el ciclo anterior es entregado a los Andes que, transformándolo, lo vuelven a poner vigente desde la otra polaridad.

Con la espiritualidad regida por la energía femenina de los Andes, se favorece la comprensión sin intermediarios: que cada uno sea su propia sacerdotisa o sacerdote para comunicarse con el Gran Espíritu.

Este fenómeno era conocido para los indígenas de sabiduría, así como para todas las espiritualidades naturales -como la oriental- que en sus profecías se refirieron a estos tiempos de cambio.

El nuevo ciclo se manifiesta en hechos externos e internos. Si estamos atentos a nosotros mismos observaremos cómo estamos más serenos en la acción, cómo la intuición comienza a despertar y la creatividad necesita manifestarse. Es importante navegar a favor de esta fluidez energética, pues en realidad todos nos estamos transformando.

(*) La autora es educadora del Movimiento Pachamama Universal.

Artículo completo en: SABER ANDINO. No. 45

martes, 12 de octubre de 2010

12 de Octubre - Nada que celebrar... CONMEMORAR NUESTRA HISTORIA

Para conmemorar Nuestra Historia!!... no por el odio, no por el ojo por ojo y diente por diente que nos enseñaron... sino para recordar nuestras raíces, para curarlas, revitalizarlas y volver a florecer!!!

Recuperemos la sabiduría ancestral, recuperemos lo que por herencia real nos pertenece: el contacto espiritual con lo Divino de la Naturaleza, de nuestra Pachamama, del Tata-Inti, de Viracocha y Pachakamac!!!.... Jallalla Abya Yala!!! Jallalla Pachamama!!! Jallalla Warmi Pachakuti!!!


Video Documental: 12 de octubre-Nada que festejar - TEXTOS DE EDUARDO GALEANO



Encuentro en Cajamarca
Letra y Música: Víctor Heredia

Creo en mis Dioses, creo en mis Huacas
Creo en la vida y en la bondad
De Wiracocha
Creo en Inti y Pachakamac

...Como mi charqui, tomo mi chicha
Tengo mi coya, mi cumbi
Lloro mis mallquis, hago mi chuño
Y en esta pacha quiero vivir

Tu me presentas, runa Valverde
Junto a Pizarro un nuevo Dios
Me das un libro que llamas Biblia
Con el que dices habla tu Dios

Nada se escucha, por más que intento
Tu Dios no me habla, quiere callar
Por qué me matas si no comprendo
Tu libro no habla, no quiere hablar

viernes, 8 de octubre de 2010

WAKAKUE: AQUEL QUE MIRA EL SOL


EXTRACTOS DEL LIBRO CAMINANTES DEL ARCOIRIS
El Retorno de Wirakocha y los Mitos del Desarrollo

Atawallpa M. Oviedo

CAPITULO 2
WAKAKUE: AQUEL QUE MIRA EL SOL

Nun­ca sos­pe­ché que la pe­sa­di­lla que ha­bía co­men­za­do en la sel­va, fue­se a du­rar más tiem­po que la ex­cur­sión, pe­ro en ver­dad, so­lo fue el co­mien­zo de un lar­go pe­ri­plo en el cual día a día fui des­cu­brien­do más cla­ra y cons­cien­te­men­te nue­vas par­tes del que era. El do­min­go por la no­che des­pués de que ter­mi­na­mos el en­cuen­tro, ya en via­je de re­tor­no a Qui­to me fue im­po­si­ble dor­mir, lle­gué a mi ca­sa en la ma­dru­ga­da del lu­nes sin si­quie­ra po­der ador­mi­lar­me un po­co. Ya en mi ca­ma vol­ví a ten­tar al sue­ño, ne­ce­si­ta­ba des­can­sar pa­ra re­gre­sar a mis la­bo­res co­ti­dia­nas, pe­ro al ra­to en­ten­dí que la fae­na re­sul­ta­ría inú­til. Me le­van­té y sa­lí en di­rec­ción de las ofi­ci­nas del Cen­tro Yu­ya­ri­na (Pen­sar Sabiamente) que ha­bía crea­do ha­cia po­co, pa­ra des­de allí reu­nir a nue­vos ca­mi­nan­tes in­te­re­sa­dos en el co­no­ci­mien­to an­ces­tral de los An­des.

Cer­ca del me­dio­día co­men­cé a sen­tir­me fran­ca­men­te des­com­pues­to, mi cuer­po se de­bi­li­ta­ba y, aque­llos ho­rri­bles de­seos de mo­rir que me ha­bían ata­ca­do en mi es­tan­cia en la sel­va, pa­re­cían que­rer re­gre­sar con mu­cha más po­ten­cia, so­bre to­do por­que ha­bía de­ja­do de ser un sen­ti­mien­to pa­ra con­ver­tir­se en una cer­te­za. Su­pe que es­ta­ba en ries­go, que so­lo pi­dien­do ayu­da ten­dría po­si­bi­li­da­des de so­bre­vi­ven­cia y, con las po­cas fuer­zas que me que­da­ban lla­mé por te­lé­fo­no a un fa­mi­liar, pa­ra que me lle­va­ra don­de una pa­rien­te cu­ran­de­ra. Con hue­vo y ve­las, la mu­jer hi­zo sus pri­me­ros in­ten­tos de cu­ra­ción, lue­go me re­cos­tó en la ca­mi­lla pa­ra ar­mo­ni­zar mis cen­tros ener­gé­ti­cos y sua­ve­men­te fui dur­mién­do­me. Me­dia ho­ra más tar­de me des­per­tó ex­pli­cán­do­me que, en aque­lla du­ra ba­ta­lla con la muer­te, el mie­do ha­bía des­pren­di­do mi as­tral y que ella con su te­ra­pia ha­bía lo­gra­do nue­va­men­te res­ti­tuir­lo a mi cuer­po. Mu­cho más tran­qui­lo, lo­gré le­van­tar­me por mis pro­pios me­dios; pe­ro a pe­sar de mi fran­ca me­jo­ría, la cu­ran­de­ra me acon­se­jó se­guir un tra­ta­mien­to.

Du­ran­te los días pos­te­rio­res yo me vol­ví te­rri­ble­men­te so­li­ta­rio y de hu­mor ines­ta­ble. No con­se­guía des­pren­der­me de esos es­ta­dos en que una pro­fun­da tris­te­za me lle­va­ban a sen­tir­me cul­pa­ble y de­ses­pe­ra­do. No eran sen­ti­mien­tos di­fe­ren­tes a los que tie­nen to­das las per­so­nas pe­ro si te­nían un gra­do de pro­fun­di­dad y con­cien­cia que lo­gra­ban apa­bu­llar­me. Te­mía no te­ner co­ra­je pa­ra re­sis­tir, te­mía a la lo­cu­ra y se­gu­ra­men­te tam­bién te­mía a la muer­te por lo que bus­qué una vez más la ayu­da del Sol. Y co­mo an­tes hi­cie­ra en la sel­va, lo es­pe­ra­ba sen­ta­do en mi jar­dín, pa­ra que esos ra­yos be­né­fi­cos sa­na­ran to­do ese do­lor acu­mu­la­do, qui­zás de va­rias ge­ne­ra­cio­nes. Día a día iba vi­vien­do di­fe­ren­tes es­ta­dos emo­cio­na­les, que me lle­va­ban a una gran cri­sis fí­si­ca y ener­gé­ti­ca. Pa­sé por la me­lan­co­lía, la an­sie­dad, los ce­los, la en­vi­dia, la lu­ju­ria...; en rea­li­dad por to­dos los es­ta­dos del ego. Ca­da uno fue abrién­do­se en mí y to­da la me­mo­ria de la hu­ma­ni­dad y de mis an­ces­tros re­flo­re­cía al­ter­na­ti­va­men­te a mi al­ma. To­dos me atra­pa­ban has­ta su es­ta­do má­xi­mo y me obli­ga­ban a re­co­no­cer­los y a des­cu­brir­me en ca­da uno de los ac­tos im­pu­ros y mi­se­ra­bles.

Tu­ve que sa­car a flo­te to­das las en­se­ñan­zas re­ci­bi­das en mi ca­mi­no es­pi­ri­tual con di­fe­ren­tes maes­tros, sha­ma­nes, cu­ran­de­ros, pa­ra po­der man­te­ner­me y no de­jar que el mie­do y la ig­no­ran­cia se apo­de­ra­ran de mí y me des­tru­ye­ran más. Pe­ro pa­ra­le­la­men­te se fue des­per­tan­do mi co­no­ci­mien­to in­te­rior y aque­llo era la otra ca­ra de aque­llo te­ne­bro­so y ári­do. Era co­mo que po­día vi­vir los es­ta­dos más de­vas­ta­do­res pe­ro de allí mis­mo sa­lía un po­der pa­ra re­troa­li­men­tar mi ca­mi­no. Gra­cias a ese pro­ce­so de 10 años en el ca­mi­no an­ces­tral pu­de sa­lir y re­cons­ti­tuir­me de esos mo­men­tos trau­má­ti­cos, ca­so con­tra­rio po­si­ble­men­te hu­bie­ra de­ve­ni­do en al­guien tras­tor­na­do o me hu­bie­ra hun­di­do más en mis pe­num­bras. Pe­ro quién guia­ba to­do eso y me da­ba la con­cien­cia su­fi­cien­te, era el Sol. Sen­tía co­mo él se abría len­ta­men­te den­tro de mí, co­mo iba in­gre­san­do a mi vi­da e ilu­mi­nan­do mi es­pí­ri­tu. Des­cu­bría co­mo mi maes­tro in­te­rior se abría pa­so, y me da­ba las pau­tas jus­tas pa­ra se­guir des­per­tan­do, a par­tir de ir trans­mu­tan­do mis cul­pa­bi­li­da­des, pre­jui­cios y es­te­reo­ti­pos.

Así pa­sé un mes, y ca­da día era una ex­pe­rien­cia te­rro­rí­fi­ca y des­lum­bran­te. A ve­ces te­mía ca­da nue­vo día y la idea de vi­vir un nue­vo epi­so­dio me apri­sio­na­ba. La ayawaska con­ti­nua­ba ac­tuan­do den­tro de mí, abrién­do­se ca­da vez más por mis den­si­da­des y des­per­tán­do­las. Unos días eran más fuer­tes que otros, lle­ván­do­me a re­mon­tar lo que más po­dían y pro­vo­cán­do­me un gran de­li­rio emo­cio­nal. Al­gu­nas ve­ces llo­ré y de­ses­pe­ra­do pe­día ayu­da a la vi­da, al Gran Es­pí­ri­tu, a quien pu­die­ra ter­mi­nar con ese an­gus­tio­so pro­ce­so, pues pa­re­cía que nun­ca iba a ter­mi­nar. No tu­ve a nin­gu­na per­so­na que pu­die­ra sos­te­ner­me, so­lo el Sol me dio el so­por­te y la for­ta­le­za pa­ra se­guir, con la es­pe­ran­za de que pron­to ter­mi­na­ría la pe­sa­di­lla.

Pa­sé el in­fier­no y el cie­lo, con to­das las crí­ti­cas y la­men­ta­cio­nes de mi des­gra­cia­da vi­da. So­lo veía co­mo frus­tran­te y de­cep­cio­nan­te to­do mi pa­sa­do, mis an­ces­tros, a to­da la so­cie­dad en su con­jun­to. Pe­ro al mis­mo tiem­po, el Sol se iba pau­la­ti­na­men­te aci­ca­lan­do den­tro de mí, y sur­gía una per­so­na más lú­ci­da y pro­fun­da, que a ve­ces yo mis­mo me ad­mi­ra­ba de cuan­to co­men­za­ba a des­cu­brir de la vi­da y sus mis­te­rios. Me le­van­ta­ba pre­su­ro­so ca­da ma­ña­na pa­ra re­ci­bir al Sol, lue­go ce­rra­ba los ojos sin per­der la co­ne­xión con él, y se abrían las mas in­creí­bles com­pren­sio­nes y en­ten­di­mien­tos a to­do eso que vi­vía den­tro de mí. So­lo pre­gun­ta­ba al­go e in­me­dia­ta­men­te se cla­ri­fi­ca­ba, era co­mo un baúl de co­no­ci­mien­tos al cual ha­bía que ir­lo de­jan­do ma­ni­fes­tar­se. Ve­nían in­for­ma­cio­nes de to­do ti­po, aún cuan­do al prin­ci­pio no al­can­cé a ver to­da la im­por­tan­cia que ello con­lle­va­ba, pues mis mie­dos to­da­vía ge­ne­ra­ban des­con­fian­za en mi fu­tu­ro.

De es­ta ma­ne­ra en­tré en una pro­fun­da re­la­ción con el Sol, es de­cir, mi sol co­men­zó a vi­brar jun­to a él y en esa re­so­nan­cia se abrían más pers­pec­ti­vas pa­ra mi vi­da. Mien­tras pa­sa­ba el tiem­po, lle­ga­ban a mi vi­da per­so­nas que me con­du­cían ca­da vez más, den­tro de ese ca­mi­no. Apa­re­cían li­bros, ar­tí­cu­los, in­for­ma­cio­nes so­bre los Hi­jos del Sol. Sur­gían nue­vos via­jes al co­no­ci­mien­to so­lar y a to­dos sus se­cre­tos guar­da­dos en la me­mo­ria de to­do cuan­to ha­bía en la tie­rra. Ca­da en­cuen­tro pa­re­cía una coin­ci­den­cia, co­mo que sim­ple­men­te era el azar, pe­ro lue­go me di cuen­ta que de­trás de to­do ello es­ta­ba la con­cien­cia so­lar que co­men­za­ba a atraer to­do ti­po de lla­ves pa­ra abrir­me al sen­de­ro so­lar. Era mi cam­po ener­gé­ti­co que se ha­cia más lu­mi­no­so y me iba con­du­cien­do pau­la­ti­na­men­te a nue­vas ex­pe­rien­cias y a reen­cuen­tros muy par­ti­cu­la­res. Es­pe­cial­men­te hu­bo uno tras­cen­den­tal pa­ra mi vi­da, cuan­do un día ca­mi­nan­do por un va­lle cer­ca de Qui­to, me en­con­tré con un sa­bio an­cia­no.

Al prin­ci­pio me pa­re­ció al­guien ex­tra­ño y lo­co, pues mi­ra­ba fi­ja­men­te el sol por va­rios mi­nu­tos y pen­sa­ba que se iba a que­dar cie­go, aun­que por un mo­men­to pen­sé que en rea­li­dad era cie­go pa­ra ha­cer lo que es­ta­ba ha­cien­do. Pe­ro ha­bía al­go en él que me atraía y que me de­cía que no es­ta­ba cie­go, lue­go de me­di­tar­lo por unos mi­nu­tos de­ci­dí abor­dar­lo.

-¿Qué es­tá ha­cien­do, por qué mi­ra fi­ja­men­te el sol?-.

El res­pon­dió que no es­ta­ba mi­rán­do­lo si­no vién­do­lo. Tal vez com­pren­dien­do mi ges­to de ex­tra­ñe­za, si­guió di­cien­do.
“Des­ci­fro al Sol”.

Pe­ro to­da­vía sus ex­pli­ca­cio­nes me re­sul­ta­ban de­ma­sia­do her­mé­ti­cas y, co­mo adi­vi­nán­do­lo, co­men­zó a ha­blar­me así.

“A ca­da mo­men­to las per­so­nas in­ten­tan de­te­ner a la vi­da, cuan­do en ver­dad lo que ellas de­be­rían ha­cer, es no ha­cer na­da, es de­cir de­jar que ella pa­se y uno dar­le la ma­no. Es co­mo el agua que flu­ye in­ce­san­te, bro­ta de ma­nan­tia­les, se fil­tra en­tre las pie­dras, y va ha­cia el mar. Si al­gu­na vez in­ten­tas­te que ella que­da­se en tus ma­nos, ya sa­brás que eso es im­po­si­ble. El ser hu­ma­no cree que el Sol se mue­ve y a pe­sar de que sa­be que no es así, allí se que­da, cuan­do su mi­sión es gi­rar su vi­da, te­nien­do co­mo cen­tro al Es­pí­ri­tu.”

Mien­tras es­to me de­cía, en nin­gún mo­men­to el An­cia­no de­jó de mi­rar la re­ful­gen­cia so­lar y, co­mo si sus ra­yos le fue­ran dic­tan­do las pa­la­bras, con­ti­nuó di­cien­do.

“Te es­ta­ba es­pe­ran­do. Sa­bía que al­gu­na vez la vi­da nos ofre­ce­ría es­te en­cuen­tro y aquí es­ta­mos, cum­plien­do con esa ta­rea que ella nos te­nía pre­pa­ra­da. Mu­chos se sien­ten su­pe­rio­res al Gran Or­den Uni­di­ver­so y, en­ca­pri­cha­dos en ha­cer su vo­lun­tad, tra­man en su con­tra. No en­tien­den que así so­lo lo­gran in­tran­qui­li­dad y de­sa­so­sie­go en su al­ma, pa­ra des­pués en­fer­mar al cuer­po. ¿Has ob­ser­va­do a los na­da­do­res pro­fe­sio­na­les?. Ellos han com­pren­di­do que no va­le la pe­na ir con­tra los mo­vi­mien­tos del agua. Han apren­di­do su rit­mo y se mue­ven co­mo pe­ces ca­si sin ma­yor es­fuer­zo. En cam­bio aque­llos que te­men a las co­rrien­tes acuá­ti­cas siem­pre son pre­sas del pá­ni­co y no se­rá el agua, si­no jus­ta­men­te el mie­do y la fal­ta de con­fian­za lo que ter­mi­na­rá aho­gán­do­los. ¿Has com­pren­di­do?. Si en un agua co­rren­to­sa el na­da­dor se de­tie­ne de to­das ma­ne­ras se­rá arras­tra­do y si la tie­rra de­tu­vie­ra su gi­rar, los del otro la­do se que­da­rían a os­cu­ras. Y si tu quie­res de­te­ner a la vi­da, ella ocu­rri­rá de to­das ma­ne­ras”.


Son­reí, co­men­za­ba a en­ten­der. Y el hom­bre, de pe­lo ca­no­so y lar­go, bar­ba blan­ca y fla­co, bien bronceado y con ape­nas un pan­ta­lon­ci­llo pues­to; con­ti­nuó.

“Si la vi­da dis­po­ne que al­guien sea car­pin­te­ro, sua­ve­men­te le irá lle­van­do ha­cia allí. Pe­ro pue­de que él no quie­ra o sien­ta que no es agra­da­ble esa ta­rea, en­ton­ces la vi­da se en­car­ga­rá de de­mos­trár­se­lo. No, no es fa­ta­lis­mo ni im­po­si­ción, so­lo es pro­duc­to de un Or­den es­ta­ble­ci­do en el que to­dos es­ta­mos di­se­ña­dos pa­ra un ob­je­ti­vo pri­mor­dial. Si po­nes azú­car en un re­ci­pien­te ve­rás que po­co a po­co to­do el lí­qui­do se irá en­dul­zan­do en for­ma pa­re­ja y en la me­di­da jus­ta, por­que to­do aque­llo que ex­ce­da no se­rá ab­sor­bi­do y que­da­rá en el fon­do.
Ar­mo­nía y equi­li­brio eso es la vi­da. Co­mo en un gran tea­tro ca­da uno tie­ne una fun­ción, un rol pa­ra el que ha si­do asig­na­do, de­be­mos de­jar que la vi­da se ma­ni­fies­te en no­so­tros y dis­fru­tar con ese per­so­na­je que hoy nos ha to­ca­do re­pre­sen­tar. Así co­mo la na­tu­ra­le­za se per­mi­te los re­cam­bios es­ta­ció­na­les, de la mis­ma ma­ne­ra de­be­mos no­so­tros acep­tar los di­fe­ren­tes es­ta­dios del al­ma e ir apren­dien­do de ca­da uno de ellos. Acep­tar con sa­bi­du­ría, agra­de­cer por ca­da mo­men­to vi­vi­do, sin des­ca­li­fi­car a nin­gu­no y con­ti­nuar nues­tro amo­ro­so apren­di­za­je cons­cien­te, es el se­cre­to de to­do buen Ca­mi­nan­te”.



Sus pa­la­bras se oían be­llas, no obs­tan­te me pre­gun­ta­ba yo, có­mo se lo­gra­ría aquel es­ta­do. Per­ci­bien­do mis pen­sa­mien­tos él pro­si­guió.

“Apren­de a ver, ha­cien­do que tus sen­ti­dos se re­ve­len en ca­da uno de tus po­ros. Vi­ve pro­fun­da­men­te es­te ins­tan­te y es­te lu­gar. Dé­ja­te lle­var en la con­cien­cia de que eres uno más con el To­do. Ya no pre­gun­tes de que ma­ne­ra, so­lo haz­lo co­mo ha­cen los pá­ja­ros que a na­die pre­gun­tan có­mo vo­lar. So­lo vi­ve, so­lo hay que es­tar en la vi­da, no hay na­da más que ha­cer, ni ser, ni te­ner. Ya tie­nes la vi­da y con eso tie­nes to­do, no ne­ce­si­tas na­da más. Con la vi­da se nos ha da­do to­do el po­der del Crea­dor, y lo úni­co que ne­ce­si­ta­mos es Sa­ber Vi­vir. Eso es el ver, ju­gar al jue­go de Kontixi o Gran Es­pi­ral de la Con­cien­cia In­fi­ni­ta, y así en con­cor­dan­cia con el mo­vi­mien­to de la vi­da. Por es­to tú me en­cuen­tras aquí; tú y yo he­mos lle­ga­do des­de quién sa­be qué tiem­pos pa­ra nues­tra ci­ta. Se me ha pe­di­do que en­se­ñe a ver (resentir) la vi­da, se me ha di­cho que de­bo guiar a los Ex­plo­ra­do­res So­la­res. En­ton­ces eso ha­go, es­pe­ro a que ellos lle­guen, co­mo has lle­ga­do tú, porque así estaba predestinado en los ciclos de la vida”.

Co­men­cé a com­pren­der, sa­bía que el Sol nue­va­men­te me guia­ba.
-Y quién es us­ted? -, pre­gun­té.

“Soy un Wakakué, Aquel que mira el Sol”.


Res­pon­dió di­rec­ta y con­cre­ta­men­te. Yo hi­ce un ges­to in­ci­tán­do­lo a que ex­pli­ca­ra que sig­ni­fi­ca eso.

“El Wakakué es un Hi­jo del Sol, aquel que quie­re ser co­mo su pa­dre: bri­llan­te, lu­mi­nis­cen­te, trans­pa­ren­te, ful­gu­ran­te en ca­da uno de los ac­tos de su vi­da. Al mi­rar al sol to­ma­mos su co­no­ci­mien­to y nos re­lle­na­mos con su ener­gía pa­ra es­tar al­ti­vos y ra­dian­tes co­mo el Se­ñor Lu­mi­no­so, y ahí po­de­mos ver. El sol es la Luz Sa­gra­da atra­pa­da en la ma­te­ria; de él di­ma­na el or­den di­vi­no, es fuen­te de la vi­da eter­na. Aquí en la tierra nos pre­pa­ra­mos pa­ra despertar nues­tra con­cien­cia so­lar co­mo so­les hu­ma­nos pa­ra lue­go par­tir co­mo se­res so­la­res en cons­cien­cia ple­na. ¿Có­mo? A tra­vés del ver, que es sim­ple­men­te mi­rar (Estar), sin Ha­cer Nada (Ama Ruray), sin Ser na­die (Ama Kay), y sin Ir a alguna parte (Ama Riy) .

Cuando los curas españoles, preguntaron a nuestros hombres de sabiduría cuales eran nuestros 10 mandamientos, nuestros sacerdotes les respondieron: tenemos solo tres, que en realidad es un solo: Ama Ruray (No Hacer), Ama Kay (No ser), Ama Riy (No Ir), es decir: Tiyay (Estar). Los curas no entendieron y trataron de interpretarlo a su manera católica, y dijeron: No Hacer, los indios quieren decir: No trabajar, es decir: No seas vago (Ama quella). No ser (Ama Kay), los indios quieren decir: No existir nada, es decir: No mentir (Ama Llulla). No ir (Ama Riy), los indios quieren decir: No correr, es decir: No Robar (Ama sua). Los curas católicos cambiaron totalmente el sentido y transformaron nuestros 3 principios básicos de: Ama Ruray, Ama Kay y Ama Riy, en 3 mandamientos católicos: Ama quella, Ama llulla, Ama sua; que luego los popularizaron y que hoy lo repiten equivocadamente, casi todos los hermanos andinos. En el mundo han existido y existen 2 tipos de pueblos: la civilización del ser y la cultura del estar, esa es la diferencia básica entre unos y otros. Los pueblos del estar dicen: No hago la vida, no soy yo, no vengo ni voy, y solo están viviendo, siendo, existiendo, aquí y ahora, no mas. Los pueblos del ser dicen: Yo soy el productor, yo soy la medida de todo, yo soy el centro; que es lo mismo que decir, yo soy rico, yo soy inteligente, yo soy libre.
Nosotros hemos comprendido, que la vida es el arte del equi­li­brio y la ar­mo­nía; el mis­te­rio de apren­der a vi­vir en unión complementaria. Este es el Ca­mi­no del Sol An­di­no, o co­no­ci­do en len­gua kich­wa (quichua de Ecuador) co­mo Tawantin: La unión de los 4 elementos y las 4 direcciones: los cuales generan 6 relaciones y la unión en el centro (K'intu) de todos ellos: Yanantin, Tinkunakuy, Masintin, Awkanakuy, Aynintin, y Mink'anakuy. Estos po­deres son los que estamos pu­lien­do, y que ne­ce­si­ta la hu­ma­ni­dad pa­ra se­guir su ca­mi­no de re­gre­so a la Luz. Hoy es­tá de­te­ni­do y de­be con­ti­nuar, pe­ro ello so­lo es po­si­ble en el equi­li­brio y la ar­mo­nía. Pasamos de ex­tre­mo a extremo de apren­di­za­je pa­ra pos­te­rior­men­te in­te­rio­ri­zar­lo a tra­vés de la reconciliación, y así con­ti­nua­­mos te­jien­do en el Gran In­fi­ni­to. Comprendes tu?.”

Hi­ce un ges­to de afir­ma­ción y pres­té más aten­ción a lo que me de­cía.

“To­dos quie­nes ha­bi­ta­mos en es­te sis­te­ma so­mos se­res so­la­res por­que es­ta­mos cons­ti­tui­dos de ener­gía so­lar. Ca­da go­ta de san­gre que tie­nes, ca­da plan­ta que ves, ca­da ai­re que nos acom­pa­ña, ca­da sen­ti­mien­to es­tá im­preg­na­da de la con­cien­cia so­lar. No hay na­da más que se­res so­la­res en dis­tin­tos gra­dos y es­ta­dos de vi­bra­ción so­lar, ha­bi­tan­do en dis­tin­tos pla­nos y di­men­sio­nes de es­te uni­di­ver­so solar. La lu­na, las plantas, las bac­te­rias, los áto­mos, to­dos es­tán im­bui­dos del po­der del Sol, sin él no se­ria po­si­ble es­ta for­ma de exis­ten­cia, sin su pre­sen­cia no es­ta­ría­mos en es­tos cuer­pos que hoy te­ne­mos. El sol man­tie­ne la vi­da y los otros ele­men­tos sos­tie­nen la vi­da, to­dos ne­ce­sa­rios e im­por­tan­tes pa­ra la exis­ten­cia de To­do.

Gra­cias a su ra­dia­ción se fe­cun­da la na­tu­ra­le­za, se des­pe­ja nues­tro pen­sa­mien­to, el hom­bre de­vie­ne sa­bio. La es­tre­lla que nos alum­bra to­do lo ve, na­da es­ca­pa a su ac­ción ni a su in­fluen­cia; es el ojo de Dios. Per­ci­bir la luz sig­ni­fi­ca es­cla­re­cer­se, con ella lle­ga el co­no­ci­mien­to. Pa­ra los hom­bres de to­das las épo­cas ha exis­ti­do una re­la­ción in­di­so­lu­ble en­tre el sol, la luz y el tiem­po. En to­das las cul­tu­ras an­ti­guas, el as­tro lu­mi­no­so ha pre­ce­di­do ca­da día y ha ins­tau­ra­do las eda­des del mun­do. En­ton­ces, la fun­ción de un Wakakué es mi­rar al sol pa­ra es­cu­char los men­sa­jes del Maes­tro Ilu­mi­na­do, re­co­ger sus en­se­ñan­zas y trans­mi­tir­los a los ex­plo­ra­do­res so­la­res. Am­pli­fi­car la con­cien­cia so­lar pa­ra flo­re­cer el sol in­te­rior de ca­da uno”.

Sus pa­la­bras so­na­ban pro­fun­das y con­vin­cen­tes, pe­ro ha­bía al­go que no me fun­cio­na­ba, pues cual­quier per­so­na que mi­ra­ra unos cuán­tos mi­nu­tos al sol se po­dría que­dar cie­ga.

-¿No tie­ne mie­do de que­dar­se cie­go?-, pre­gun­té.

“To­do en la vi­da es un ar­te, y el ar­tis­ta tie­ne que afi­nar­se pau­la­ti­na­men­te, así su ins­tru­men­to en­to­na­rá las más tier­nas me­lo­días del cos­mos. Aquél que re­cién se ini­cia en es­te ar­te, de­be co­men­zar de ma­ne­ra muy sua­ve y pau­la­ti­na su con­tac­to con la Luz Su­pre­ma. Lue­go de me­ses y has­ta de años de en­tre­na­mien­to, sus ojos ob­ten­drán la des­tre­za pa­ra que sus ojos dan­cen sin pre­jui­cios y mie­dos en to­da la mag­ni­fi­cen­cia del es­pec­tro de luz.
Hoy, la ma­yo­ría de per­so­nas no pue­den mi­rar al sol y por eso no pue­den ver lo sa­gra­do. Su den­si­dad in­te­rior es tan pe­sa­da, que el más mí­ni­mo ra­yo de luz les afec­ta. Es co­mo cuan­do al­guien ha pa­sa­do mu­cho tiem­po en un es­pa­cio ce­rra­do y sa­le a la luz, evi­den­te­men­te la luz le pro­vo­ca­ra ar­dor y pre­fe­ri­rá la os­cu­ri­dad. Eso es jus­ta­men­te lo que hoy vi­ven ca­si to­dos los se­res hu­ma­nos, por eso es que no pue­den abrir­se a la luz y pre­fie­ren se­guir en la que­ja y los su­fri­mien­tos, en don­de de al­gu­na ma­ne­ra se sien­ten có­mo­dos y se­gu­ros. Es exac­ta­men­te igual a lo que te ha ve­ni­do su­ce­dien­do, al mo­men­to que tu in­ter­no sal­ga de la os­cu­ri­dad, en ese mo­men­to po­drás ver la cla­ri­dad en to­do su es­plen­dor y mag­ni­fi­cen­cia, es de­cir, po­drás vi­vir en un nue­vo cam­po vi­bra­to­rio”.

Me que­dé sor­pren­di­do de esa afir­ma­ción y pen­sé que tal vez se re­fe­ría a mi vi­da en for­ma ge­ne­ral y no a mi ex­pe­rien­cia con la ayawaska. No di­je na­da y me con­cen­tré en es­cu­char cuan­to me de­cía.

“La luz es una on­da vi­bra­to­ria, tie­ne una ca­rac­te­rís­ti­ca es­pe­cí­fi­ca de ener­gía re­fi­na­da, y so­lo pue­de ser ob­ser­va­da por una con­cien­cia igual. La ma­yo­ría so­lo pue­de mi­rar los co­lo­res del ar­co iris, pe­ro no pue­den mi­rar los ra­yos in­fra­rro­jos, ul­tra­vio­le­ta, ra­yos x, ga­ma y las on­das. Los ojos son las ven­ta­nas del al­ma, y a me­di­da que tu al­ma se de­sin­to­xi­que de emo­cio­nes es­tan­ca­das, en ese mo­men­to po­drás ver más y ca­da vez más cla­ra­men­te, es de­cir, ver más allá de lo que apa­ren­te es, o de lo que no quieres ver. Si tu con­cien­cia se pu­ri­fi­ca, vas a en­trar en otra fre­cuen­cia y po­drás des­cu­brir nue­vos se­cre­tos y en­can­tos de la vi­da. Hoy so­lo pue­des mi­rar la vi­da has­ta el ni­vel de tu con­cien­cia y crees que eso es la rea­li­dad, pe­ro en rea­li­dad so­lo es un es­pe­jis­mo del ego. Por ahora solo ves la vida desde lo material y no puedes ver todavía desde lo espiritual. Solo quien puede ver la vida desde lo espiritual puede ver lo sagrado en todo.

An­tes que los cien­tí­fi­cos des­cu­brie­ran los otros ra­yos, se pen­sa­ba que so­lo ha­bían sie­te, aho­ra creen que so­lo hay los que han des­cu­bier­to, pe­ro hay mu­chos más, los ul­tra de los ul­tra. Y eso es muy di­fí­cil que lo vean con apa­ra­tos me­cá­ni­cos, eso so­lo es po­si­ble con los ojos del al­ma, y tú tu­vis­te la opor­tu­ni­dad de ver esos otros co­lo­res a tra­vés de la aya­was­ka. Por lo que, los cien­tí­fi­cos tam­bién vi­ven li­mi­ta­dos en com­pren­der y en­ten­der lo que es real­men­te el Gran Or­den Uni­di­ver­so, Pa­cha­ka­mak, y de ahí sus pre­jui­cios y es­te­reo­ti­pos, es­pe­cial­men­te con las per­so­nas que tie­nen cier­tas sen­si­bi­li­da­des, que los la­bo­ra­to­rios no pue­den me­dir”.

-En­ton­ces, el Wakakué es el que prác­ti­ca la me­di­ci­na del al­ma?-.

“De la mis­ma ma­ne­ra que hay quien prác­ti­ca la me­di­ci­na her­bo­la­ria, o la sa­na­ción a tra­vés de las Plan­tas Sa­gra­das, o in­vo­ca es­pí­ri­tus de la­gos, mon­ta­ñas, pie­dras, o los que tra­ba­jan con so­ni­dos pa­ra lo­grar tran­ce o sue­ños; el Wakakué mi­ra y ve ( siente) el alma. Pe­ro el Wakakué no es so­lo mé­di­co, y en los tér­mi­nos que el mun­do ci­vi­li­za­do con­ci­be al mé­di­co o psi­có­lo­go en for­ma se­pa­ra­da. Si­no que es to­do ello: ar­tis­ta, ma­te­má­ti­co, dan­zan­te, as­tró­no­mo, sa­cer­do­te. Es­tá en to­das par­tes y en una sola, pe­ro eso so­lo lo lo­gra si es­tá en equi­li­brio, pues si­no sig­ni­fi­ca que es­tá en un ex­tre­mo, y ahí no hay la to­ta­li­dad si­no la pers­pec­ti­va li­mi­ta­da. Quien tie­ne un po­der tie­ne una de­bi­li­dad, esa es la ley de la vi­da. En to­do hay su complementario, pe­ro so­lo quien vi­ve en armonía es­ta en el Or­den Na­tu­ral, y no en sus ex­tre­mos. Hay mu­chos maes­tros pe­ro po­cos lle­gan al equi­li­brio, ese es uno de los es­ta­dos de maes­tría más di­fí­ci­les de lo­grar. Es la ar­mo­nía en­tre el ha­cer y el no ha­cer, en­tre el ser y el no ser, en­tre el de­ber y el no de­ber, en­tre el te­ner y el no te­ner. Pe­ro pa­ra ello hay que co­no­cer y do­mi­nar los dos ex­tre­mos, lue­go de lo cual el equi­li­brio es nor­mal.

El uni­di­ver­so ne­ce­si­ta cam­biar pa­ra se­guir exis­tien­do si no, ya no se­ría vi­da. La úni­ca cons­tan­te es el cam­bio, lo que no sig­ni­fi­ca que el cam­bio es de­sa­rro­llo, sim­ple­men­te cam­bio. El agua va­po­ri­za­da no es más de­sa­rro­lla­da que el agua con­ge­la­da, es sim­ple­men­te otra ma­ni­fes­ta­ción de su exis­ten­cia. Así la vi­da va cam­bian­do por di­fe­ren­tes es­ta­dos, en for­ma cí­cli­ca y es­pi­ral, en parejas complementarias: avan­za y re­tro­ce­de, su­be y des­cien­de, se abre y se cie­rra; y siem­pre re­tor­na en for­ma di­fe­ren­te y ca­da vez re­crea­da de otra ma­ne­ra”.

-¿No so­mos mas desarrollados que el hom­bre de las ca­ver­nas?.-

“Exac­ta­men­te, no so­mos más de­sa­rro­lla­dos so­lo di­fe­ren­tes, pues lo úni­co que nos di­fe­ren­cia es el ni­vel de con­cien­cia, y eso no ne­ce­sa­ria­men­te tie­ne que ver con tiem­po o épo­ca. Más bien, quien es­tá más ale­ja­do de una vi­da na­tu­ral es­tá en un ni­vel de con­cien­cia in­fe­rior. Por lo que el hom­bre mo­der­no es­tá más des­pro­te­gi­do que el hom­bre de las ca­ver­nas; él es­tá más de­so­la­do en su mun­do en­ca­jo­na­do de má­qui­nas, que ese hom­bre que se sen­tía ple­no en la in­men­si­dad del cos­mos. No por­que hoy exis­tan gran­des cien­tí­fi­cos es­ta­mos más de­sa­rro­lla­dos. Ha­brá más tec­no­lo­gía pe­ro no más con­cien­cia, es de­cir, mien­tras más su­per­fi­cial es la vi­da la con­cien­cia es más po­bre. Sim­ple­men­te hoy se ha crea­do otro mun­do pe­ro si­gue exis­tien­do el do­lor, el ham­bre, el amor, los sue­ños, la paz. Eso si­gue la­ten­te en to­das las cul­tu­ras y en to­dos los tiem­pos, pe­ro las for­mas de reac­ción son di­fe­ren­tes, y el hom­bre de las ca­ver­nas es­ta­ba más rea­li­za­do que es­te hom­bre de los com­pu­ta­do­res. Por lo que to­do es re­la­ti­vo y no se pue­de de­cir quie­nes es­tu­vie­ron me­jor o peor, a co­mo en for­ma arro­gan­te hoy mu­chos se creen su­pe­rio­res a sus an­ces­tros y a los pue­blos que vi­ven lo más na­tu­ral­men­te po­si­ble; co­mo una ma­ne­ra de jus­ti­fi­car su so­li­ta­ria exis­ten­cia.

La di­fe­ren­cia en­tre los hu­ma­nos no es­tá en­tre vi­vir en una ca­ver­na o en cas­ti­llos en el ai­re, si­no en quien vi­ve la na­tu­ra­le­za de la rea­li­dad o la ilu­sión de la rea­li­dad; en­tre quie­nes han crea­do un sis­te­ma so­cial en co­rres­pon­den­cia con el Or­den Cós­mi­co, y quie­nes con el Or­den Ilu­so­rio; en­tre quie­nes vi­ven en el mun­do crea­do por el Su­pre­mo Po­der de la Cons­cien­cia In­fi­ni­ta, y quie­nes vi­ven en la is­la de la fan­ta­sía crea­do por el po­der su­pre­mo del Stok Mar­ket. In­clu­so po­dría­mos de­cir que ese hom­bre sal­va­je de las ca­ver­nas es­ta­ba más pró­xi­mo a la rea­li­dad del Or­den Uni­di­ver­so Complementario, al con­tra­rio del hom­bre ci­vi­li­za­do que vi­ve en el or­den de la fic­ción. Hoy ellos tie­nen más des­ven­ta­jas, pues es­tán en un mun­do ar­ti­fi­cial, el cual les ale­ja más de la esen­cia de la vi­da, pa­ra so­lo vi­vir una idea o una realidad virtual, de lo que es la existencia. Pa­ra ellos, el mun­do na­tu­ral es sal­va­je y atra­sa­do, pa­ra no­so­tros su mun­do de dis­ney­lan­dia es bár­ba­ro y alu­ci­na­do; esa es la gran di­fe­ren­cia.

Me re­cuer­do de mis ami­gos de la ama­zo­nía de Ecua­dor que vi­vían ale­gres, en ar­mo­nía y equi­li­brio con su me­dio por mi­les de años, has­ta que en los años 50 lle­gó la ci­vi­li­za­ción del pe­tró­leo y se ter­mi­nó su di­cha. Con la ci­vi­li­za­ción lle­ga­ron las má­qui­nas que ta­la­ban los ár­bo­les y la tie­rra se vol­vió de­sier­to, sa­lía el oro ne­gro y se re­ga­ba por los ríos, ma­tan­do los pe­ces y to­do lo que te­nía vi­da. Con las com­pa­ñías nor­tea­me­ri­ca­nas e in­gle­sas lle­ga­ron tam­bién las llamadas en­fer­me­da­des blan­cas, apa­re­cie­ron los po­bla­dos con es­cua­dro­nes de po­li­cías, mi­li­ta­res, sa­cer­do­tes, pros­ti­tu­tas... Y to­do ese ver­de va­lle en me­nos de 30 años se trans­for­mó en hu­mo, muer­te, de­so­la­ción, mi­se­ria pa­ra sus eter­nos ha­bi­tan­tes; mien­tras los ban­cos ex­tran­je­ros se in­fla­ban de ri­que­za, po­der y glo­ria, por los si­glos de los si­glos, amen... Es de­cir, la his­to­ria se re­pi­tió des­de cuan­do lle­go la ci­vi­li­za­da realeza de Es­pa­ña, so­lo que es­ta vez era la realeza in­gle­sa de Gran Bretaña y la realeza in­gle­sa de Estados Unidos de América, las que ve­nían tra­yen­do más de su sa­gra­do pro­gre­so y de su bie­na­ma­do ade­lan­to. To­dos no­so­tros he­mos si­do tes­ti­gos de to­do ello, y he­mos vi­vi­do ese mi­to de oc­ci­den­te to­do es­te tiem­po, y lo se­gui­mos vi­vien­do has­ta nues­tros días.

Pero algunos hermanos europeos ya se han dado cuenta a donde les llevaron sus sectores de poder y están queriendo retornar a una vida natural y sana. Ya no quieren seguir siendo súbditos de la realeza, en todas sus variantes. Si no pre­gun­ta a la gen­te que vi­ve en los au­to­de­no­mi­na­dos paí­ses de­sa­rro­lla­dos y pri­mer mun­dis­tas, si es­tán de acuer­do y fe­li­ces con su mo­do de vi­da. Más bien, por el con­tra­rio es­tán que­rien­do re­tor­nar a un mo­do de vi­da na­tu­ral, es­tán can­sa­dos de la po­lu­ción, de las en­fer­me­da­des, del stress, de la for­ma de vi­da ar­ti­fi­cial y plás­ti­ca... Pre­gun­ta a Green­pea­ce, a Sea Sheperd, America’s Foret, a los Par­ti­dos Ver­de, a los pro­duc­to­res bio­ló­gi­cos y de­más gru­pos eco­lo­gis­tas, hu­ma­ni­ta­rios y cul­tu­ra­les, si quie­ren más pro­gre­so, o por el con­tra­rio quie­ren vol­ver a un sis­te­ma na­tu­ral; y más bien po­nen de ejem­plo o de re­fe­ren­te a nues­tros pue­blos an­ces­tra­les, co­mo un mo­de­lo de vi­da sa­no. Ese es el en­ga­ño de la ci­vi­li­za­ción, mien­tras más ci­vi­li­za­do te vuel­ves eres más in­fe­liz, y por el con­tra­rio, mien­tras más na­tu­ral te vuel­ves en­tras más fá­cil­men­te en el Or­den de la Crea­ción. Mien­tras más cu­bres tu cuer­po, más en­fer­mo es­tás. Mien­tras más en­ce­rra­do es­tás, te vuel­ves más in­de­fen­so a las bacterias. Mien­tras más co­mes co­sas ar­ti­fi­cia­les, más frá­gil es­tás. Mien­tras más ne­ce­si­da­des por sa­tis­fa­cer tie­nes, más de­ses­pe­ra­do es­tás. Mien­tras más tra­ba­jas, ca­da vez te fal­ta más di­ne­ro. Mien­tras mas tie­nes, crees que al­go más te fal­ta; así de con­tra­dic­to­rio y am­bi­guo es to­do ello.

En­ton­ces, no hay de­sa­rro­llo ni pro­gre­so so­lo un di­fe­ren­te pun­to de vis­ta de ver. Pue­des mi­rar tu pa­sa­do co­mo al­go trá­gi­co, o pue­des ver lo mis­mo co­mo al­go anec­dó­ti­co y te ríes de to­das las lo­cu­ras que hi­cis­te. O su­fres o te ríes, con lo mis­mo que hi­cis­te. El mo­men­to en que te ríes de to­do lo ri­dí­cu­lo, ya no su­fres si­no que es­tás en amor. En la vi­da hu­ma­na so­lo hay el su­fri­mien­to o la ale­gría, no im­por­ta la can­ti­dad de fi­lo­so­fías, cien­cias, co­no­ci­mien­tos, re­li­gio­nes si no pue­des ser fe­liz. Pe­ro no to­do maes­tro es fe­liz, en rea­li­dad so­lo el an­ti­maes­tro es ver­da­de­ra­men­te fe­liz, por­que sa­be que es­tá lo­co, mien­tras los otros creen que no lo es­tán. El an­ti­maes­tro ve en to­do un chis­te y se ríe de lo más mí­ni­mo, por­que él sa­be que no que­da otra co­sa más que ha­cer, si­no reír­se de es­te mun­do in­creí­ble y ma­ra­vi­llo­so”.